[Advierto de que esta crónica va a ser extensa. Gustavo, lárgate]
Cuando la vida de uno, que es todo aquello que ocurre alrededor de ese uno y produce un reflejo en el fuero interno del mismo, es inconscientemente una puta mierda por acción y efecto del total aburrimiento, el fuero interno de uno tiende también inconscientemente a magnificar e intensificar todo aquel alrededor que le aconteciere.
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Viví un año y pico en Holanda. Me fui allí por trabajo. Rectifico: me mandaron allí por trabajo. Yo me las prometía muy felices acabando en la Alemania en general (o en Berlín en particular) a la que oposité, en un conspicuo deseo de volver a esa tierra en la que ya había habitado y con la que tan bien me entiendo. Pero se ve que el avispado burócrata de turno debió de pensar que mi perfil daba muy bien en Holanda, total está al lao esos y estos son primos, y para allá que me mandaron. Una, de natural aventurero y disciplinado, aceptó sin ni siquiera necesidad de gachar las orejas.
Así que allí me fui. Holanda era un país que me había gustado mucho cuando estuve, de turista. Hice caso omiso a las voces y comentarios que supuraban pestes del mentado terruño. Nop. A mí me habían dado un trabajo y con él, la oportunidad de vivir fuera sin ser camarera. Aunque no fuese Alemania. Menos da una piedra.
Los primeros dos meses me gustaron. Es lo que tardan en agotarse las novedades y sobresaltos en una ciudad como La Haya. Ya tenía piso, ya tenía mapa, ya tenía abono transportes, ya había hecho algún conocido.
Los dos meses siguientes, ya empecé a aburrirme. Pero no me di cuenta. El tiempo era lluvioso, el viento constante, los conocidos amiguetes, la intensidad nula. El trabajo, la razón de que yo me hallara allí, era simple. El jefe era inepto. La oficina, minúscula. La motivación, escasa. Toda una terapia de shock para alguien que provenía de una multinacional en la que, sólo en mi edificio, éramos tres mil y pico almas.
Dos meses después, ya estaba muerta de asco. Pero no me di cuenta. Así que mi fuero interno decidió echarle un poco de pimienta al asunto en forma de señor con piernas que pasaba por ahí, al que me aferré con uñas y dientes. Rectifico: a cuyo subjetivo concepto me aferré con uñas y dientes. Porque el señor que pasaba por ahí definitivamente no era el señor que yo había decidido que había pasado por ahí. Y empecé a ponerle atributos que no tenía.
Por ejemplo: era tonto. Sí, las cosas como son: era bastante lerdo. Una buena persona que henchido de orgullo confesaba el tremendo parecido a Ben Affleck que le devolvía el espejo. Un tipo corriente y normal: mi casa, mi coche, mis cortinas, mi trabajo. Un tipo acaparador de todos los deseos que Vogue achaca a las féminas: cortejo con flores, invitación a cenar (que en Holanda es como que te presenten al padre, con lo agarrados que son), sonrisa de ensayo. Un tipo que, en definitiva, no tenía nada que ver conmigo.
Pero no importaba. Porque yo no me daba cuenta de lo aburrida que estaba, así que me esmeré por hablar de Pepe Jeans versus Levi's, por admirar la perfección formal, por adoptar poses y formas que no me correspondían, por entrar en los parámetros de lo que en esos momentos significaba integrarse. Futuro, piso en común, hijos. En Holanda toda la vida.
Y así durante los siguientes meses fui impostando la voz y la compostura, pero no el pensamiento, al que en lo más recóndito no conseguía domar. Pero tampoco me daba cuenta.
Qué foto de ama de casa frustrada. No sé quién será esa que me mira así desde el recuerdo. Es una a la que no conozco de nada y sin embargo tomó posesión de mi cuerpo durante largos meses. El otro, como era tonto, tampoco pudo el hombre ver la situación: así que se limitó a pasearse por allí cada vez más a sus anchas (y yo a permitirlo). Me hablaba de lo malas que eran todas sus exnovias, y me volcaba su trauma holandés de serie, al que él llamaba "el muro". Qué gran absurdo.
No fue hasta el verano siguiente, y varias semanas después de mandar al tonto a Boston y a mí a California , que levanté una ceja. Y me acordé de que a mí me gustaba viajar. Así que agarré un avión y me fui a Copenhague. Y luego otro, y me fui a Estocolmo. Entre medias, seguía transitando por ese trabajo de mierda, y transitando por Holanda. Seguí coleccionando historias, pero al surrealismo lo acompañaba de risa homérica, en lugar de entonar un mea culpa impuesto. Hasta que ya al final del verano, comenzando el otoño, me fui a los Balcanes. Dos semanas. La primera la pasé con Sacau, la segunda, con el Pibito. O lo que es lo mismo: con dos referentes de una vida que era previa y mía, esa sí.
Fui muy feliz. Me reí muchísmo. Conocí gente muy interesante, de cuyas conversaciones y risas disfruté. Me dio el sol. Fagocité el paisaje. Me tropecé conmigo por sorpresa. Comprendí que era cosa de quedarse cuando tras estos días volviera a Holanda.
Y volví. A Holanda. Al trabajo de mierda. Al clima de mierda. A mis amigos que, si bien eran maravillosos y hacían lo posible por insuflarme cierto espíritu Parchís, no eran suficiente para desteñir Holanda de ese gris plomizo. Y a las dos semanas de haber regresado, un nuevo halo mohíno empezó a cubrime el horizonte.
Pero esta vez, me di cuenta.
Entre las bucólicas aventuras, conocí a otro señor, de piernas más largas. Esta vez sí teníamos cosas en común, por ejemplo: podíamos conversar y divertirnos con ello. Me aferré a él con uñas y dientes.
Pero esta vez, me di cuenta.
Todo fue muy intenso. Tan intenso, que apenas había pasado un mes cuando me gritó la primera vez. Como además fue sin venir a cuento, se disculpó a la media hora. "Es que mi padre era muy autoritario, y yo tengo ese trauma" (sic. Trauma holandés de serie nº 2).
La segunda vez que me gritó, no había pasado ni una semana de la anterior.
La tercera vez, habían pasado dos días. Y ya no se disculpó.
Pero esta vez, me di cuenta.
Así que como yo ya tenía la mosca detrás de la oreja que me decía que qué coño hacía yo allí desperdiciando la existencia, y que lo de que me pegaran gritos así porque sí ypor la espalda por muy intensa que fuera la relación no acaba de ponerme del todo, decidí que no había salido de Guatemala para meterme en Guatepeor. Que al periodista de élite lo aguantara su puta madre. Y decidí volverme a Hispania.
Cuando el avión aterrizó en Barajas, a las 11 y pico de la noche, creí que iba a llevarme un cierto tiempo reordenarme la existencia.
Estaba equivocada. Necesité aproximadamente un día y medio. Lo que tardé en salir a la calle, toparme con el sol de diciembre y darme de bruces con el Palacio Real.
Como nota de color apuntaré que el segundo interfecto se personó en mi teléfono móvil a los diez días. Estaba en Madrid. Me preguntó si quería tomar un café.
Resultó que había venido para darme la oportunidad de disculparme por mi comportamiento, de recapacitar y darme cuenta de mi error, y quizá, de volver. A fin de cuentas, ya me explicó cuando le expuse los hechos en Holanda que lo de los gritos no era para tanto: ya me acostumbraría.
Y esta es la mejor sinopsis que se me ocurre de lo que para mí fue, a grandes rasgos, mi vida en Holanda :D.
El caso es que se preguntarán a qué viene a estas alturas toda esta parrafada. Pues se debe principalmente a que el domingo cojo un avión para allá. Es la primera vez que vuelvo desde entonces. En esta ocasión voy de turista, a ver a todos esos amigos maravillosos a los que, de hecho, debo mucho. Y a enseñarle a El que me acompaña ese trozo de tierra que, sin embargo, no me acompañó nada bien.
Efemérides
martes, 23 de marzo de 2010
La holandesa errante
viernes, 12 de marzo de 2010
...
Y yo que quería pedir El Hereje por mi cumpleaños...
...Ahora todos pensarán que me he infectado por las fiebres del homenaje, nobeles y días de. >(
jueves, 4 de marzo de 2010
30
He cumplido 30 años. El comentario más habitual que he escuchado a este respecto es "qué, ¿ya te ha entrado la crisis de los 30?", con ligeras variaciones en cuanto al tono interrogativo, exclamativo y hasta exhortativo de los sintagmas. Y es que, deduzco, la redondez de los dígitos impone. De ahí que se hayan escrito tantas novelas (malas, en su mayoría) con la secuencia Fibonacci de por medio, y que gustemos tanto de escuchar a los Iker Jiménez del mundo sobre los códigos numéricos que encierra la construcción de las Pirámides.
He cumplido 30 años. Sí, impresiona, es cierto. Impresiona tanto que no sé si estaré a la altura.
Cuando yo tenía 18 años, con 30 se era madre y estupenda y una profesional de pro. Se iba los domingos a tomar el aperitivo a La Latina con los amigos de toda la vida, y se cenaba en las casas de los ídems los viernes por la noche. (Cuando yo tenía 8 años, huelga decir, con 30 se era un viejo cuasi decrépito). Pero ahora tengo 30 años. Mantengo los resquicios del mismo grano que tenía con 29 en toda la frente, y que nació hace unos días -reminiscencias de un cuerpo que se resiste a dejar la adolescencia, y si por una parte te regala indigestiones por acción y efecto del McDonalds, por la otra también te regala granos, para compensar-.
Tengo 30 años, y no tengo hijos, ni "carrera profesional", ni mis amigos lo son "de toda la vida" (inconvenientes de haberla vivido dando tumbos). Por no tener, no tengo ni hipoteca. ¡Ni una triste letra de automóvil que me recuerde mi tramo social, tengo!
Tengo 30 años, y cojeo del mismo pie que cojeaba a los 19, mantengo las mismas inseguridades que acechaban a los 21, y los mismos hambres y las mismas ansias que me acompañaban a los 16, a los 22, a los 25, a cada año que pensaba que al año siguiente ya no estarían. Tengo 30 años, y aunque todo lo relatado en este párrafo se ve matizado por un halo de madurez in crescendo (que es una forma elegante de llamarle al cansancio) que lo hace más transitable, aún laten subyacentes los cimientos de lo expuesto, con todo lo bueno y lo malo que conlleva. ¡Ay, si supiéramos, con 16, con 18, con 25, que vamos a ser eso toda la vida, cuántas reflexiones improductivas y cuánto tiempo ahorraríamos!
Tengo 30 años. Sigo sintiendo cada cierto tiempo el alfilerazo en el trasero propio de los culos de mal asiento. Sigo sin ganas de parir, y sigo sopesando si me compensan las teóricas ventajas asociadas a la antigüedad laboral. Sigo sin enamorarme de una hipoteca en San Chinarro, y sigo sin considerar el régimen de gananciales.
¿Será que en lugar de 30, lo que se tienen toda la vida son 20? ¿Y que a la sociedad, ese nada y ese todo en el que estamos inmersos y que muta según la época, le cueste más convencer a unos que a otros de lo contrario?
¿Por más que úlceras, celulitis, alopecias y otros jinetes del apocalipsis se confabulen con ella para echarle una mano?