Efemérides

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viernes, 25 de septiembre de 2015

Ser o no ser

Me saturan los periódicos desde hace semanas con la amenaza secesionista (sic), el derecho a la libre determinación (sic) y, en suma, el asunto de la eventual independencia catalana del resto del territorio de lo que llamamos España. Y me descorazona sobremanera comprobar que el asunto me deja en alta medida indiferente., cual crónica de un desastre anunciado al que uno ha tenido tiempo, años, para acostumbrarse.  

Cuando todavía iba al instituto, defendía la idea de que en toda España deberíamos estudiar nociones de las cuatro lenguas oficiales existentes en todo el territorio. Me miraban como si hubiera que mandarme a la hoguera y lo más agradable que escuché como respuesta fue un “para qué”. Mal íbamos.
Los que me preguntaban “para qué” fue con los que luego, ya en la vida adulta, me enzarzaba en discusiones al respecto de “por qué tengo yo que aprender catalán si me quiero trasladar a Cataluña”. Pues por respeto, gilipollas, y de paso por tí mismo, porque cuál es el problema de aprender algo nuevo. De la misma forma que te convendría aprender alemán si te mudas a Berlín. “Es que Cataluña está en España”. Y he aquí la madre del codero.

Soy una madrileña de pedigrí, de esos escasos ejemplares provenientes de chulapos bisabuelos (y más allá, no sé).  Me sume en el desconcierto que el 90% de los madrileños de hoy en día no sepa de qué va eso del chotis, ni haya visto jamás una zarzuela, ni conozca la historia de la Gran Vía, ni comprenda las metáforas chulapas que usaba mi abuela para comunicarse en el día a día. Y me resulta hilarante que los descendientes de toledanos y cacereños traten de convencerme de lo que significa ser de Madriz. Por mi parte, nunca he sentido la necesidad de demostrar, justificar o defender lo que soy: yo lo tengo bastante claro.
Por otra parte, ¿qué es ser español? No tengo ni idea. Si ser español consiste en llevar pulseras tranzadas con la bandera de España más el azul añil, yo no debo de serlo.  Si consiste en considerar que el resto del mundo ha de hablar castellano por encima de todo, tampoco debo de serlo.  Y si consiste en colgar una bandera del balcón los días de fútbol, para qué queremos más.
Y sin embargo, intuyo que, además de madrileña, soy española. Se me encogen los higadillos cuando escucho Mediterráneo. Me rasgo las vestiduras cada vez que me encuentro un hecho por un echo, no digamos una b por una v.  Me hincho de orgullo cuando analizo el cambio que dio mi país con la entrada en la UE. Y creo que no hay pena en este mundo que una morcilla de Burgos no pueda curar. Pero soy también europea, europea convencidísima, que es la aspiración con la que me crié y en la que cada vez me reconozco más, en vista de los disgustos que me da mi patria.

Estimados paletos de España, estimados garrulos de Cataluña, estimados catetos de Oviedo y estimados palurdos de Talarrubias: dejen sus complejos a un lado, abandonen al charnego que llevan dentro y mírense con conciencia: ¿de verdad creen que son tan insolentemente puros que no hay traza del resto en ustedes? ¿Acaso no saben de dónde vino la peseta? ¿O que las características cinco únicas vocales fonéticas del castellano actual provienen en realidad del vasco? ¿Que somos tan diferentes, tantos siglos después? ¿De verdad creen que la corrupción está centralizada y es endémica en la influencia celta? ¿Me va usté a decir que no ha berreado a Los Chunguitos para sus adentros en alguna ocasión, y que tiene Rh negativo? ¿Y no le parece que, de hecho, hay algo de hermoso en todo ello ?

Para esta madrileña de nombre y apellido catalán que vive en un país allende la UE con cuatro lenguas oficiales donde cada uno va a su aire pero se trabaja por el bien común,  y que considera que el gran problema de la Europa Unida es haber permanecido desunida políticamente y que no nos gobierne ahora la Merkel a todos (por ejemplo), el sentimiento de pérdida por el que está doliente no proviene de la posible desaparición de un trozo de tierra de los mapas meteorológicos del telediario.  El sentimiento de pérdida emana del hecho de comprobar, una vez más, que desde Fernando VII no hemos cambiado tanto, pese al siglo y algo que nos ha sido dado para amortizarlo, y que mi país, ese que prometía tanto, se ve de nuevo devastado por la acción de paletos, catetos, garrulos y palurdos que, cual Urano, van devorando a sus hijos –a los pocos que conseguían percibir y agradecer la belleza, la riqueza de haber tenido la suerte de nacer en un territorio tan variopinto, tan rico en cultura y matices, en paisajes y climas, en mareas y vientos-.



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