Me
saturan los periódicos desde hace semanas con la amenaza secesionista (sic), el
derecho a la libre determinación (sic) y, en suma, el asunto de la eventual
independencia catalana del resto del territorio de lo que llamamos España. Y me
descorazona sobremanera comprobar que el asunto me deja en alta medida
indiferente., cual crónica de un desastre anunciado al que uno ha tenido
tiempo, años, para acostumbrarse.
Cuando
todavía iba al instituto, defendía la idea de que en toda España deberíamos
estudiar nociones de las cuatro lenguas oficiales existentes en todo el
territorio. Me miraban como si hubiera que mandarme a la hoguera y lo más
agradable que escuché como respuesta fue un “para qué”. Mal íbamos.
Los que
me preguntaban “para qué” fue con los que luego, ya en la vida adulta, me
enzarzaba en discusiones al respecto de “por qué tengo yo que aprender catalán
si me quiero trasladar a Cataluña”. Pues por respeto, gilipollas, y de paso por
tí mismo, porque cuál es el problema de aprender algo nuevo. De la misma forma
que te convendría aprender alemán si te mudas a Berlín. “Es que Cataluña está
en España”. Y he aquí la madre del codero.
Soy una
madrileña de pedigrí, de esos escasos ejemplares provenientes de chulapos
bisabuelos (y más allá, no sé). Me sume
en el desconcierto que el 90% de los madrileños de hoy en día no sepa de qué va
eso del chotis, ni haya visto jamás una zarzuela, ni conozca la historia de la
Gran Vía, ni comprenda las metáforas chulapas que usaba mi abuela para
comunicarse en el día a día. Y me resulta hilarante que los descendientes de
toledanos y cacereños traten de convencerme de lo que significa ser de Madriz. Por mi parte, nunca he
sentido la necesidad de demostrar, justificar o defender lo que soy: yo lo tengo
bastante claro.
Por otra parte, ¿qué es ser español? No tengo ni
idea. Si ser español consiste en llevar pulseras tranzadas con la bandera de
España más el azul añil, yo no debo de serlo. Si consiste en considerar que el resto del
mundo ha de hablar castellano por encima de todo, tampoco debo de serlo. Y si consiste en colgar una bandera del balcón
los días de fútbol, para qué queremos más.
Y sin
embargo, intuyo que, además de madrileña, soy española. Se me encogen los
higadillos cuando escucho Mediterráneo. Me rasgo las vestiduras cada vez que me
encuentro un hecho por un echo, no digamos una b por una v. Me hincho de orgullo cuando analizo el cambio
que dio mi país con la entrada en la UE. Y creo que no hay pena en este mundo
que una morcilla de Burgos no pueda curar. Pero soy también europea, europea
convencidísima, que es la aspiración con la que me crié y en la que cada vez me
reconozco más, en vista de los disgustos que me da mi patria.
Estimados
paletos de España, estimados garrulos de Cataluña, estimados catetos de Oviedo
y estimados palurdos de Talarrubias: dejen sus complejos a un lado, abandonen al
charnego que llevan dentro y mírense con conciencia: ¿de
verdad creen que son tan insolentemente puros que no hay traza del resto en
ustedes? ¿Acaso no saben de dónde vino la peseta? ¿O que las características cinco únicas vocales fonéticas del
castellano actual provienen en realidad del vasco? ¿Que
somos tan diferentes, tantos siglos después? ¿De
verdad creen que la corrupción está centralizada y es endémica en la influencia
celta? ¿Me va usté a decir que no ha
berreado a Los Chunguitos para sus adentros en alguna ocasión, y que tiene Rh
negativo? ¿Y no le parece que, de hecho, hay algo de hermoso en todo
ello ?
Para
esta madrileña de nombre y apellido catalán que vive en un país allende la UE
con cuatro lenguas oficiales donde cada uno va a su aire pero se trabaja por el
bien común, y que considera que el gran
problema de la Europa Unida es haber permanecido desunida políticamente y que
no nos gobierne ahora la Merkel a todos (por ejemplo), el sentimiento de
pérdida por el que está doliente no proviene de la posible desaparición de un
trozo de tierra de los mapas meteorológicos del telediario. El sentimiento de pérdida emana del hecho de
comprobar, una vez más, que desde Fernando VII no hemos cambiado tanto, pese al
siglo y algo que nos ha sido dado para amortizarlo, y que mi país, ese que
prometía tanto, se ve de nuevo devastado por la acción de paletos, catetos,
garrulos y palurdos que, cual Urano, van devorando a sus hijos –a los pocos que
conseguían percibir y agradecer la belleza, la riqueza de haber tenido la
suerte de nacer en un territorio tan variopinto, tan rico en cultura y matices,
en paisajes y climas, en mareas y vientos-.