Me fui a vivir a Berlín sin saber nada de ella. De las tres opciones que me ofrecieron, me pareció la menos mala. Tenía cierto olor a vértigo desde mi distancia. Pero la suerte estaba echada y el 8 de octubre de 2003 hice pie en Berlin-Tegel.
La ignorancia me hizo buscar alojamiento en Wilmersdorf, un barrio del Berlín Oeste bajo protectorado inglés tras la guerra, que en la actualidad de mi momento era un puro gueto alemán: no había más que un kebab en mi calle. Desde allí iba al centro a diario, a la facultad de Romanistik de la Humboldt Universität, donde cursaba asignaturas como Literatur und Menschenrechte in Lateinamerika* o Transición, arte pop y movida madrileña, entre otras.
Berlín era un lugar místico donde la franja central que ocupó un muro seguía habitada por trazas de descampados y los estudiantes universitarios tenían más de 30 años y trabajaban. Era un lugar mágico donde los catedráticos no dictaban párrafos de libros, sino que las clases consistían en debatir sobre un tema previamente investigado y presentado por cada alumno. Era un sitio fantástico donde se podía vivir por 200 euros al mes si aprendías a manejar el carbón de tu caldera, y podías entrever aún las migajas que quedaban de la existencia de un mundo repartido en dos formas de hacer lógica. Ossies y wessies. Este y Oeste. Rusos y americanos. Yo tarzán, tú Cheetah.
He estado en Berlín hace unos días. Desde que dejé mi casa de Wilmersdorf, no había vuelto más que a finales de 2006, cuando un tren proveniente de La Haya me depositó, tras 10 horas de viaje, en la estación central de Berlín, una estación que en mi época no existía y en cuyo espacio no había más que un apeadero desafiante frente a un descampado, llamado Lehrter Bahnhof.
He estado en Berlín hace unos días y me ha costado encontrarlo. Las franjas que habitaba el muro fueron colonizadas por un tal Starbucks, y a Mitte y Prenzlauer Berg, antiguos barrios del Este que se caían a cachos y rezumaban estudiantes por cada balcón, les habían salido telefonillos en los portales y tintes de calle Fuencarral. La calle Oranienstrasse de Kreuzberg, donde había que ir sorteando turcos, pipas de girasol y comentarios lascivos hasta llegar a casa de Tobias Pipa, también había sufrido una trasfiguración por la que ni los graffitis habían quedado. Y en la nada de Potsdamer Platz, allá donde una vez hubo un mirador para echar un ojo al Este, se erigían ahora unos modernos edificios en hilera de inmaculado cristal. He acabado, de hecho, haciendo algo que no había hecho nunca mientras viví allí: he acabado yendo a Lichtenberg, el barrio más osteño de Berlín central posible, a buscar la ciudad-concepto en la que yo habité. Cada vez más al Este.
Creo que puedo sobreponerme a todo lo anterior. Pero no contaba con el efecto que iba a producirme que el "Palacio de la República", el Palast der Republik, hubiera sido eliminado de la faz de la tierra. El Palast der Republik, el símbolo por antonomasia de la RDA, su centro de convenciones, de reuniones, su reflejo de poder, la mole de acero, mármol y cristal desde la que Mielke exclamó a su caída ich liebe Euch doch alle, el lugar al que se había de acudir a codearse con Honecker. Este edificio frente a la catedral, junto al canal, se ha esfumado, delete: que nadie ose preguntarse qué es esto que interfiere en los paisajes bismarkianos. Mejor dejamos una nada. Y un aparcamiento.
Qué sensación de orfandad me produce verme sola en la apreciación de los símbolos. En mi defensa de su importancia, en mi negación a moldear la historia. Sola en las preguntas que me nacen con el estímulo, ¿por qué ahora, y no en los 20 años previos? ¿Por qué borrar del mapa cualquier recuerdo de la RDA que no quepa en un museo o en un disneyworld, y no borrar del mapa los campos de concentración hitlerianos? ¿Se debe a que Berlín se está convirtiendo en una ciudad rica, una ciudad europea estándar, con sus manchas marrones en el mapa turístico que indican lo visitable, y sus cadenas hoteleras de importación? ¿O será que Alemania quiere terminar lo que empezó, que no fue más que una asimilación de territorio y no una reunificación, y quiere concluir con este capricho?
En 2o04 entré al Palast der Republik. Compré una entrada para la exposición de los guerreros de terracota que pusieron en el edificio (por lo demás, siempre cerrado). Una vez dentro, esquivando miradas curiosas, salté una de las vallas que acotaban el espacio visitable y cegaban el resto del inmueble al público.
Subí múltiples tramos de escaleras, en las que solían faltar grupos de escalones. Me senté en la sala donde el partido celebraba sus mítines. Miré hacia donde Honecker se erguía para dirigir el destino de las almas de su país, custodiando un elitista compás y un martillo. Paseé por los palcos del hall. Observé los esqueletos de las escaleras mecánicas. Para entonces ya se habían invertido los millones que se inviertieron en desposeerlo de amianto ("para un uso futuro del edificio", se decía), y todo a mi alrededor era gris hormigón y cristales sucios. También encontré una moqueta verde, muchas goteras, y una inesperada pelota de fútbol.
Fue una de las experiencias más plenas que he tenido en mi vida, una de las escasísimas ocasiones en que la historia se me ha brindado desnuda, para que yo la acariciara, la oliera, la arrullara y le hiciera el amor en su más pura intimidad, y la mía. Sin urnas, sin guías, sin carteles en varios idiomas y sin profilaxis, en suma.
El Transmongoliano
Hace 11 años