Creo haber visitado un total de 10 campos de tránsito, concentración y/o exterminio en los últimos años, de los cuales seis eran campos nazis, dos camboyanos, uno vietnamita, y otro chileno. Algunos de ellos luego pasaron a ser de lo que podríamos denominar usos mixtos, ya que tras la II Guerra Mundial, y habiendo dejado los alemanes la infraestructura cuasi-intacta, no era cuestión de desaprovechar las mentadas instalaciones. Es el caso de Sachsenhausen, al norte de Berlín, donde la URSS reabrió el negocio tras el traspaso germánico, Westerbork, gran campo de tránsito holandés en zona boscosa, que posteriormente sirvió para “alojar” a los molucanos que habían luchado junto a Holanda en la guerra de la independencia de Indonesia y, más posteriormente aún, para albergar uno de los mayores observatorios astronómicos del mundo (total, si ya estaban talados los árboles…), o Vught, también en Holanda, que tras la guerra pasó a ser una penitenciaría y eso es lo que sigue siendo. Los demás se han quedado como centro de visita (entre los que Auschwitz I se lleva la palma, convertido casi en parque temático) o han seguido siendo lo que fueron antes, como el Estadio Nacional de Santiago de Chile, que ha seguido siendo, pues, estadio.
Me gustaría poder añadir que también he visitado algún que otro centro o campo en mi propio país pero ya saben ustedes que eso, en estas latitudes, no sabe, no contesta.
El primer campo que visité fue Dachau, en 2004. Me asusté. Me asusté porque, muy al contrario de lo que me temía, no me revolvió el hígado. Me interesó muchísimo, pero supongo que me aproximé a él con un afán analítico que, al parecer, es poco habitual. Nada que ver con lo que sintió quien me acompañaba, un señor alemán que por entonces era mi pareja. La visita casi nos cuesta una crisis de las gordas.
Ese mismo año fui a Sachsenhausen, a Auschwitz I, y a Auschwitz II (de nombre Birkenau, en realidad). Ocurrió lo mismo. Y hasta me indigné, y descubrí cómo el cine y la televisión nos han llevado a tal error que la mayoría de nosotros pensamos que “Auschwitz” es un solo campo, cuando en realidad son tres, y de diferente índole. No se confundan: no es que la visita me resulte “indiferente” o algo similar: ni por asomo. Es más bien que cuando estoy en ellos aflora mi yo más científico, y no mi yo de salir a la calle todos los días a comprar el pan. Siento, pero siento como reflexión sobre el ser social, y no con la empatía de que me tocara algo.
Y así se han ido sucediendo los lugares: el Estadio Nacional de Chile con Paola (que tanta normalidad destila que en pleno partido nos llovieron piropos y hasta botellas), el paseo entre las gigantescas antenas y telescopios de Westerbork aderezados con cabañas de internamiento aquí y allá, los planos y diagramas de Vught junto a la valla con alambre de espino, la prisión S-21 (Tuol Sleng) donde el régimen camboyano descubrió hasta dónde llega la resistencia de un hombre, el campo de exterminio y enterramiento de Choeung Ek, a pocos kilómetros de la S-21, donde todavía, tras las lluvias, asoman los huesos del millón de camboyanos asesinados en un país con siete millones de ellos (aunque ya sabemos que las cifras las elige a discreción el que las escribe).
En todos ellos, en todos esos lugares, he pasado varias horas. Me he interesado por cada fotografía, por cada texto, por cada baldosa. Sobre todos he reflexionado: pasado, presente y futuro. Pero ninguno me ha provocado un ataque de ansiedad, un vaivén en la respiración. Luego he cenado. Aunque siguiera reflexionando al respecto. Aunque intercambiara conclusiones con alguien. He cenado y me he ido a dormir. Y, en cierta forma, eso me asustaba.
Hay sin embargo un lugar que me da más miedo. Un miedo distinto. Un miedo personal. Y esa es la antigua Yugoslavia.
No sé cuántas veces me habrán preguntado por qué me interesa tanto ese tema. No lo sé. No tengo ni idea. Desconozco por qué no me canso, desconozco por qué estoy deseando oir hablar a cada serbio, croata, esloveno et alteres que se cruce por mi camino, desconozco por qué podría pasar cada semana de vacaciones allí. Pero empiezo a desarrollar una teoría. Me da la impresión de que la razón de que este caso me dé miedo es que mi aproximación analítica se queda siempre, irremediablemente, sin cauces para discurrir llegado un punto. Se me bloquea. Y siempre, siempre llega, irremediablemente, el mismo pensamiento: cómo es posible que eso ocurriera en un lugar que vivía mejor que yo. Cómo es posible que los campos de internamiento serbobosnios con sus violaciones sistemáticas ocurrieran mientras yo me zampaba un helado con forma de Curro en la Expo de Sevilla. Cómo es posible que el agua potable se convirtiera en un lujo a la vuelta de la esquina, si yo andaba de discoteca en discoteca arropada por los berridos del Pelotazo Mix. Cómo es posible que todo eso ocurriera, todo, todo, en mis múltiples años de instituto. Todo. Tanto. Tanto rato.
Y cómo es posible que 15 años después los posos sean tan palpables en lugares como Visegrad, y uno note esa mirada cortante que aborrece la internacionalidad que tú representas mientras atraviesas el puente de Mehmed Pasa Sokolovic con sus ambiguas manchas rojas, y cómo es posible que a pocos kilómetros haya más mezquitas y pañuelos coronando a las mujeres de las que hubo nunca en Gorazde, y cómo es posible que quince años después no haya forma de localizar con relativa facilidad ni una sola ubicación de los múltiples campos de internamiento que proliferaron en esas y otras montañas.
Y entonces a veces leo un libro como Como si yo no estuviera (“Kao da me nema”), de Slavenka Draculik, que quizá no sea mejor o peor que otros que se hayan escrito, pero la respiración en ciertos párrafos da un vaivén y el ceño se me frunce y se escapan las ciencias sociales por las rendijas y yo sé yo sé que todo es mutable y volátil. Aunque me niegue a admitirlo.
Y me da miedo.
(Parte de S-21 o Tuol Sleng, en Phnom Penh, Camboya. Era un instituto de enseñanza secundaria)