Efemérides

1 de febrero: Nace Norman Rockwell (1926)

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Cuestión de principios

La aventura de la moto y el comentario de Mi Señora Madre me han devuelto al cerebelo una instamatic de la infancia de mi mamá, en la que ya se podía adivinar eso del genio y figura, y que no hacía sino presagiar lo que habría de venir después en el buen hacer de la mentada. Y que yo me voy a permitir reproducir aquí.

Efectivamente, cuando mi madre y tíos eran jóvenes, mis abuelos debieron de convenir que la mejor forma de transportar a la prole y a sí mismos era una moto con sidecar, a falta de utilitarios ni capacidad de poseerlos en esas épocas. Así pues, adquirieron el vehículo en donde se transportaban los cinco e incluso, a veces, hasta los seis, considerando que en mi familia, como en las familias decentes, la suegra convivía en la misma casa (y entiendo que el suegro ya había fallecido, que si no, serían los siete).

Así es como una de esos días como otros cualesquiera del año 1959, iba la tribu de los Brady a la López Vázquez por las calles de Madrid, con mi abuelo y mi tío en la moto, mi abuela en el sidecar con mi otro tío (bebé entonces) en brazos, y mi madre y sus 9 años de edad en el sidecar junto a mi abuela, cuando, al girar por la Costanilla de los Ángeles, descubrió mi abuelo, oh diosa Fortuna, que a la moto no le respondían los frenos. Ay la leche. La moto empezó a coger velocidad calle abajo y eso no frenaba. Así que, ante el imponderable de ir a parar a la calle Arenal de frente, sin frenos y con toda la parentela practicando el cuerpo a cuerpo contra las hordas de chulapos y chulapas, optó por una solución más a la medida de cualquier español de a pie: improvisar la frenada a base de refregarse contra los edificios de la calzada.

Así pues, se tiró a la derecha para que el sidecar hiciera de parachoques, eso empezó a chirriar cosa fina, hasta que finalmente, ya a velocidad considerablemente reducida, le dio por dos más dos cuatro me llevo una y esto se para del todo: empotrarse a lo bruto con el esquinazo de un portal. A todo esto, con el guirigay (que no es un extranjero homosexual, sino un alboroto), los vecinos empezaron a asomarse, y una señora salió toda frenética del portal, agitando las manos, mientras exclamaba: “¡¡¡ay dios mío!!! ¡¡un accidente!! ¡¡un accidente!! ¡¡y con niños!! ¡¡ay dios mío!! ¿están ustedes bien!! ¡¡ay dios mío!! ¡¡y con niños!! ¿Están ustedes bien!! ¿Quieren algo, un vaso de agua, comer algo, un café? ¡¡ay dios mío!!”

Ante lo que mi madre y sus 9 años edad se levantaron muy dignamente y contestaron: “Señora: si no es café “el Cafeto”, ¡¡prefiero morirme!!”




(El café “el Cafeto” se anunciaba por la radio entonces con un eslogan que decía “si no es café el Cafeto, ¡prefiero morirme!”, y debía de ser lo más)

lunes, 14 de septiembre de 2009

El Tío Matt

Queridos sobrinos en potencia:

Es mi deber y placer presentar en sociedad un incunable, una joya de la literatura, un algo que tuvo que haber sido hace mucho tiempo y nunca fue. Hasta que por fin la lógica ha entrado en razón y ha sido inaugurado, recientemente, el blog del Tío Matt.

Déjenme que les hable del Tío Matt. Yo al Tío Matt lo conocí por culpa de Kosovo. “Pues tengo yo un amigo que ha estado en Kosovo hace unos meses…”, empezaba la frase que me haría entrar en una nueva dimensión del tiempo, el espacio y la percepción. La frase la estaba diciendo Juan, un compañero de trabajo, por una evocación de la memoria que le había asaltado ante el hecho de que yo quisiera irme a los Balcanes de nuevo, esta vez al sur-sureste (véase el Astrolabio de Livingstone para un conocimiento más profundo sobre el particular).

-Y tu amigo, qué es, soldao, ¿no?
-No, no, qué va
-De una ONG
-No
-Traficante de armas
-No, ¡qué va! ¡Es viajero!
-(...)
-Ahora te paso unas postales que nos ha escrito…

Ante tal sacudida de mis cimientos en lo que a trabajos y aficiones se refiere, ardía en deseos de tener constancia de la existencia del Tío Matt. Leí las postales. Qué deleite. Qué buen hacer de la palabra y la observancia. Yo tenía que contactar con el Tío Matt, tenía que hacerle saber que existo, tenía que hacerle saber como fuera que en mí había encontrado una fan cuya admiración perduraría más allá de la muerte, como las de Jim Morrison. Pero no iba a ser fácil: Juan se hacía de rogar mucho a la hora de hacerme partícipe del contacto de tan alta personalidad.

Y al final, como por sorpresa, llegó. El Tío Matt se manisfestó en forma de email en mi propio buzón de correo electrónico, ofreciéndome sus servicios como despejador de prácticas dudas balcánicas si así lo necesitare. El Tío Matt en código binario. Qué deleite.

“Estimado Tío Matt: Muchas gracias por su ofrecimiento. Me será sin duda muy útil poder consultarle al respecto de los transportes de Pristina. Quería también comentarle que estoy enamorada de usted. Y no sé si sabrá la frecuencia de trenes entre Belgrado y Novi Sad”

Mi conciencia del Tío Matt se fue ampliando hasta desarrollar lo que yo hoy denominaría una amistad (no sé si él convendrá. Entiendo que sí, porque en alguna ocasión me ha fabricado y regalado trufas de chocolate de ron y canela). El que me acompaña me consta que también se enamoró de él a través de sus postales, y sé que ahora mismo, la mayor parte de los que estáis leyendo esto, estáis llamados a formar parte del ejército de sobrinos; ya lo sois en potencia, sólo que no os habéis dado cuenta. Sólo necesitáis las postales que, ahora sí, habitan en su blog. Larga vida al blog del Tío Matt.

(La otra parte se afiliará al matteismo en cuanto el Tío haga público su listado de las 100 personas a las que fusilará en cuanto llegue la Revolución, seguro)

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Saldando cuentas

Hace no muchos días, saldé una deuda pendiente que tenía contraída con mi adolescencia. A saber: monté en una moto. Sí, qué quieren que les diga: nunca había subido propiamente en moto. Había medio-matádome por una moto, pero nunca propiamente paseado en ella como las series de televisión estadounidenses me indicaban que hacían las chicas más populares del instituto. Así no había forma de ascender, y así fue que me pasé la adolescencia pasando desapercibida (o eso creía yo entonces).

Pero al tema: que hace unos días, entre pintos y flautas y zarandajas, surgió con unos compañeros mi incomparable falta de no haber subido nunca en moto. “¡Pero eso no puede ser!”, exclamó Manolo. “¡Eso hay que arreglarlo ya mismo!”, y muy amablemente me convidó a llevarme a casa cual rubia rolliza en el asiento trasero de su vehículo motorizado de dos ruedas.

-Glup (me dije yo así pa mí)
-¿No quieres?
-No… si sí… pero es que… como hoy llevo falda… (balbuceé yo, mientras observaba de reojo lo que a mí me parecía una máquina infernal ultrasónica y que al parecer resulta ser un “125 de ná”)
-Bueno, pues otro día que lleves pantalones, no te libras
-Vale… (madremíaenlaquemehemetido)

Y efectivamente. Otro día que llevaba pantalones, no me libré.

Sube aquí. Pon el pie allí. Te agarras acá. Y el casco así. Y eso que arranca. Y la Nacional II es nuestra amiga. Joder.

-¿Qué tal?
-Bien
Para mi sorpresa, consigo que el “bien” suene de forma inteligible, pese a lo apretado de los dientes. Bien los cojones. Voy modelo palo de escoba. Agarrada al asa de atrás que como nos demos una leche lo arranco de cuajo, pero no se suelta la mano, descuida. Coches a la derecha. Coches a la izquierda. Coches por delante. Coches por detrás. Joder con las curvas. Muchacha no trepes por la moto que nos vamos a pique.

Este rigor mortis duró hasta la Puerta de Alcalá, en que yo ya más o menos me fui confiando y hasta fui relajando los brazos. Era cuestión de dos segundos más relejarme del todo y disfrutar el paseo, casi casi saludando a ambos lados de la calle, cual coche de caballos con Señora De Apellido. Y descubrir pequeños placeres. Separar los dedillos de los pies y notar el viento entre ellos. Disfrutar de la vista de la calle sin cristales, como andando, pero más rápido. Esa especie de comunión con otros motoristas.

Me gustó, si señor. Ya a la altura de Plaza de España, la soltura con el medio era total: sólo me faltó desabrocharme la blusa y ponerme de pie frente a los camioneros a lo Ruta 66. Qué perdida, qué perdida, no haberme ligao al capitán del equipo de rugby en su momento. Pero en el pueblo en el que crecí sólo había punkies de ocasión y visionarios que criaban conejos.

Y tanto es así, que hoy me han vuelto a proponer otro paseo en moto: esta vez, vía Malasaña. No se hable más: la Tremo Davidson, la primera.