Hace tanto que no aterrizo por aquí que ya no sé cómo enfretarme al cursor en blanco. Hay cosas que quiero decirle, pero he perdido el hábito de articularlas. Mil veces he paseado por los frondosos bosques del "habría que volver a La Tremolina", pero desde que mi vida de adulta de la mediana edad trasladó mis anhelos del ordenador a la máquina de coser, mi ansiedad se libera de otra forma. En fin: que aquí estoy, y estoy aquí porque esta mañana he visto a Enrique Bunbury.
No: no le he visto paseando por mi helvética ciudad de adopción como a un Fernando Alonso cualquiera. Lo he visto en la portada del periódico porque al parecer Netflix ha sacado un documental sobre Héroes del Silencio. Y eso me ha llevado al trailer, y eso me ha llevado a Iberia Sumergida, y eso me ha llevado a entrevistas en la televisión alemana, y eso me ha llevado a Bunbury con su melena pelirroja y su famélico torso desnudo retorciéndose por el escenario. Pero sobre todo me ha llevado a su nariz.
Déjenme que les explique: a mí Enrique Bunbury me pone muy triste. No ya porque el pobre hombre tenga ese aire lánguido de habérsele muerto el gato por la mañana, sino por su parecido físico, gestual, expresivo, con La Espinita Que Llevo Clavada En El Corazón.
La Espinita se llamaba Pablo, y todos le llamaban Pirulo. Yo me había percatado de su existencia desde el primer curso del instituto. Él era unos cursos mayor. Jamás había hablado con él. Los meses y las clases y los cursos y los consecuentes rolletes se sucedían y yo estaba tan a gusto porque siempre nos quedaría Pablo. Teníamos algún conocido en común y nos cruzábamos de vez en cuando en la pequeña ciudad en la que vivíamos. Apenas dos palabras. Y así Pablo se iba convirtiendo en ese ser mitológico perfecto, con su pelo largo y su Plataforma del Cero Siete y su tocar el bajo y su aire de misterio y todas las interpretaciones que yo a todo ello le superponía. Y yo seguía con mis clases y mis rolletes y ahora ya incluso mi universidad, y alimentando esa Atlántida a la que referirse para salir del paso rápidamente en caso de decepción afectiva, con toda esa legión de chicos que en fin, pobres, a fin de cuentas es que no estaban a la altura de Pablo.
Y entonces un 5 de enero de 1999 de repente y por la espalda Pirulo me propuso que saliéramos juntos.
Me ha llevado cierto rato empezar a escribir este siguiente párrafo. Porque no sé describir el contenido ni el continente de ese tiempo. Fue una época oscura, extrema, intensa, confusa, para mí. Bastante después comprendí que no hubiera podido ser de otra forma. Que no hay felicidad más perfecta que la que no se consigue nunca. Que Pablo no existía: que existía Pirulo. Pirulo, que además, el pobre, estaba tratando de agarrarse a un clavo ardiendo dentro de su ensalada anímica personal. Pero yo todo eso, entonces, no lo sabía. Yo lo que sabía era que no podía creerme mi suerte. Y por tanto, todo eso que chirríaba, todas esas montañas rusas, todos esos repentinos caramelos seguidos de besos de esparto seguidos de apegos feroces, todo eso había de ser. Y yo cada día más despistada por los senderos de la Atlántida, incapaz de librarme de tantos años de utopía y agenciarme una balsa con la que apartarme del inminente hundimiento.
Un día de abril, abrazados en un parque, me puse a llorar. En silencio, de la nada. No recuerdo la conversación de después. Probablemente le hablé de esa sensación de impotencia, de ese enorme amor con el que no sabía qué hacer. Creo que él fue consciente de los dos mundos tan diferentes que los dos habitábamos, más que yo. Dijo que él no quería causarme dolor. Creo que fueron las últimas palabras. Yo ya sabía, antes de empezar la conversación, que mi llanto iba a concluir la aventura. Salimos del parque. No volvimos a hablar. No volvimos a vernos.
En verano, me fui a Madrid, a trabajar en una tienda y a vivir en un piso sin agua caliente. Empecé a sentirme mejor. Decidí dejar de estudiar. Después volví a mi antigua ciudad. En Septiembre, un absoluto improbable me vino a olisquear. Un tipo imponente, al que no conocía más que de ir a su bar con mis amigas a tomar sus famosos chupitos. Un guapo del pueblo hecho a sí mismo del que no sabía absolutamente nada. Una relación de la que nadie podía esperar gran cosa y que, contra pronóstico, acabó siendo el primer novio-en-serio que tuve.
Un día, a finales de 1999, yo estaba en su bar y apareció Pirulo con sus amigos. Al cabo de un rato, para mi sorpresa, se separó de ellos y se me acercó. Qué tal. Me han dicho que estás con Pepe. No recuerdo el resto del diálogo. Recuerdo cierta sensación de triunfo por mi parte. Y de paz interior. Paz interior de saber que después de todo fuimos dos en esos meses de invierno, y no yo sola. Triunfo de sentir que por fin había retomado mi existencia, y esa noche me iba con Pepe en cuanto dieran las once.
Confieso sin embargo, ya que la Atlántida sigue hundida pero estar está, que muchos años después, caminando por Moncloa delante del Ejército del Aire, vi pasar una melena y la nariz de Bunbury, y el corazón me dio el vuelco ese de las novelas -quizá por habérseme rozado la espina al girarme-.
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"El tiempo y la naturaleza, que son sabios, nos permiten reemplazar la capas de alegría y de ilusión que nos van arrancando por capas de comprensión y serenidad, sostenidas en la intuición de que, junto a lo que va deshaciéndose por el camino, hay algo que construimos y que no puede perderse, algo que terminamos siendo y desde donde nos cabe resistir" (Lorenzo Silva, Los cuerpor extraños)