Efemérides

1 de febrero: Nace Norman Rockwell (1926)

jueves, 22 de julio de 2010

Topographie des Terrors

Creo haber visitado un total de 10 campos de tránsito, concentración y/o exterminio en los últimos años, de los cuales seis eran campos nazis, dos camboyanos, uno vietnamita, y otro chileno. Algunos de ellos luego pasaron a ser de lo que podríamos denominar usos mixtos, ya que tras la II Guerra Mundial, y habiendo dejado los alemanes la infraestructura cuasi-intacta, no era cuestión de desaprovechar las mentadas instalaciones. Es el caso de Sachsenhausen, al norte de Berlín, donde la URSS reabrió el negocio tras el traspaso germánico, Westerbork, gran campo de tránsito holandés en zona boscosa, que posteriormente sirvió para “alojar” a los molucanos que habían luchado junto a Holanda en la guerra de la independencia de Indonesia y, más posteriormente aún, para albergar uno de los mayores observatorios astronómicos del mundo (total, si ya estaban talados los árboles…), o Vught, también en Holanda, que tras la guerra pasó a ser una penitenciaría y eso es lo que sigue siendo. Los demás se han quedado como centro de visita (entre los que Auschwitz I se lleva la palma, convertido casi en parque temático) o han seguido siendo lo que fueron antes, como el Estadio Nacional de Santiago de Chile, que ha seguido siendo, pues, estadio.
Me gustaría poder añadir que también he visitado algún que otro centro o campo en mi propio país pero ya saben ustedes que eso, en estas latitudes, no sabe, no contesta.

El primer campo que visité fue Dachau, en 2004. Me asusté. Me asusté porque, muy al contrario de lo que me temía, no me revolvió el hígado. Me interesó muchísimo, pero supongo que me aproximé a él con un afán analítico que, al parecer, es poco habitual. Nada que ver con lo que sintió quien me acompañaba, un señor alemán que por entonces era mi pareja. La visita casi nos cuesta una crisis de las gordas.
Ese mismo año fui a Sachsenhausen, a Auschwitz I, y a Auschwitz II (de nombre Birkenau, en realidad). Ocurrió lo mismo. Y hasta me indigné, y descubrí cómo el cine y la televisión nos han llevado a tal error que la mayoría de nosotros pensamos que “Auschwitz” es un solo campo, cuando en realidad son tres, y de diferente índole. No se confundan: no es que la visita me resulte “indiferente” o algo similar: ni por asomo. Es más bien que cuando estoy en ellos aflora mi yo más científico, y no mi yo de salir a la calle todos los días a comprar el pan. Siento, pero siento como reflexión sobre el ser social, y no con la empatía de que me tocara algo.

Y así se han ido sucediendo los lugares: el Estadio Nacional de Chile con Paola (que tanta normalidad destila que en pleno partido nos llovieron piropos y hasta botellas), el paseo entre las gigantescas antenas y telescopios de Westerbork aderezados con cabañas de internamiento aquí y allá, los planos y diagramas de Vught junto a la valla con alambre de espino, la prisión S-21 (Tuol Sleng) donde el régimen camboyano descubrió hasta dónde llega la resistencia de un hombre, el campo de exterminio y enterramiento de Choeung Ek, a pocos kilómetros de la S-21, donde todavía, tras las lluvias, asoman los huesos del millón de camboyanos asesinados en un país con siete millones de ellos (aunque ya sabemos que las cifras las elige a discreción el que las escribe).

En todos ellos, en todos esos lugares, he pasado varias horas. Me he interesado por cada fotografía, por cada texto, por cada baldosa. Sobre todos he reflexionado: pasado, presente y futuro. Pero ninguno me ha provocado un ataque de ansiedad, un vaivén en la respiración. Luego he cenado. Aunque siguiera reflexionando al respecto. Aunque intercambiara conclusiones con alguien. He cenado y me he ido a dormir. Y, en cierta forma, eso me asustaba.

Hay sin embargo un lugar que me da más miedo. Un miedo distinto. Un miedo personal. Y esa es la antigua Yugoslavia.
No sé cuántas veces me habrán preguntado por qué me interesa tanto ese tema. No lo sé. No tengo ni idea. Desconozco por qué no me canso, desconozco por qué estoy deseando oir hablar a cada serbio, croata, esloveno et alteres que se cruce por mi camino, desconozco por qué podría pasar cada semana de vacaciones allí. Pero empiezo a desarrollar una teoría. Me da la impresión de que la razón de que este caso me dé miedo es que mi aproximación analítica se queda siempre, irremediablemente, sin cauces para discurrir llegado un punto. Se me bloquea. Y siempre, siempre llega, irremediablemente, el mismo pensamiento: cómo es posible que eso ocurriera en un lugar que vivía mejor que yo. Cómo es posible que los campos de internamiento serbobosnios con sus violaciones sistemáticas ocurrieran mientras yo me zampaba un helado con forma de Curro en la Expo de Sevilla. Cómo es posible que el agua potable se convirtiera en un lujo a la vuelta de la esquina, si yo andaba de discoteca en discoteca arropada por los berridos del Pelotazo Mix. Cómo es posible que todo eso ocurriera, todo, todo, en mis múltiples años de instituto. Todo. Tanto. Tanto rato.

Y cómo es posible que 15 años después los posos sean tan palpables en lugares como Visegrad, y uno note esa mirada cortante que aborrece la internacionalidad que tú representas mientras atraviesas el puente de Mehmed Pasa Sokolovic con sus ambiguas manchas rojas, y cómo es posible que a pocos kilómetros haya más mezquitas y pañuelos coronando a las mujeres de las que hubo nunca en Gorazde, y cómo es posible que quince años después no haya forma de localizar con relativa facilidad ni una sola ubicación de los múltiples campos de internamiento que proliferaron en esas y otras montañas.

Y entonces a veces leo un libro como Como si yo no estuviera (“Kao da me nema”), de Slavenka Draculik, que quizá no sea mejor o peor que otros que se hayan escrito, pero la respiración en ciertos párrafos da un vaivén y el ceño se me frunce y se escapan las ciencias sociales por las rendijas y yo sé yo sé que todo es mutable y volátil. Aunque me niegue a admitirlo.
Y me da miedo.




(Parte de S-21 o Tuol Sleng, en Phnom Penh, Camboya. Era un instituto de enseñanza secundaria)

miércoles, 14 de julio de 2010

De lo desconocido

A las 9:10 de la mañana, cuando he entrado por la puerta de mi casa, me he encontrado a un señor poniéndose unas botas de trabajo en el salón.
-Buenos días, soy Ortega
-Buenos días, soy La Tremolina. La culpable de todo esto -le he contestado, mientras señalaba alrededor a las obras de reforma de mi hogar, que comenzaron el pasado lunes.
-¿Todo bien?
-Sí, sí. Vengo a trabajar desde aquí hoy porque me comentó Manolo que ya había que tratar el tema de dónde van a ir los puntos de luz, y los de agua, y demás.
-Ah, sí, muy bien.

Bondades del teletrabajo. En mi empresa, que, como todos los lectores habituales saben, es una empresa puntera en modernidad y conciliación de la vida familiar y laboral, se nos permite trabajar desde casa. Otra cosa ya es que la tecnología permita hacerlo, porque normalmente el ordenador de empresa se queda colgado, o no encuentra red, o no se conecta a la red central, o en fin. Pero hoy ha sonado la flauta.

Ortega estaba sacando escombros cuando han llamado a la puerta. He abierto y, cual escena del camarote de los Hermanos Marx en Una noche en la ópera, han entrado en fila tres señores, el primero de los cuales era Manolo, apoderao de la cuadrilla, seguido de Misha, el fontanero, y Roberto, cerrando la comitiva. Una pequeña delegación de la ONU en mi casa, que espero obtenga mejores resultados que la mentada.

Qué les voy a contar: está siendo una experiencia nueva, un rito de iniciación. Se ve que se llevan bien, salvo en temas musicales, en donde no consiguen llegar a un acuerdo para elegir un estilo. Así que han decidido ponerlos todos. En este momento, además del martillo neumático encomendado a Ortega para la completa destrucción de lo que queda de azulejo, tengo la salsa de Roberto como estímulo musical, los mecagontó en ruso de Misha, el vallenato de Ortega, el merengue que está cantando Roberto que dice "No sé si pueda soportaaaaaaar este amoooooooorrrr", y preveo que en cualquier momento llegará un piropo al aire. Menos mal que Manolo se ha ido, porque, considerando que antes era cura, lo más probable es que se hubiera arrancado por homilías.

Y así que aquí me hallo, amigos, desmembrando las tripas del inmueble que habito, aquí una pared de carbonilla, aquí una toma de luz cerrada, aquí una tubería de hierro madrrrre mía esto esh una verrrrgüensssa como han hecho essshta cañerrrrría essshto hay que cambiarrr este tubo no va con mocheta eshhta!!!!, aquí una roza para la calefacción...

Estoy aprendiendo un montón. También sobre las distintas propiedades de los diversos inodoros disponibles en el mercado, y de azulejos, pavimentos y revestimentos (¿por encargo? ¿en almacén? ¿entrega inmediata? ¿porcelánico compacto? ¿gres? ¿mosaico natural?), de codos de tubería, de plomo, uralita y cobre, de anchos estándar, de cocinas a medida... En momentos como este, uno reflexiona y se da cuenta de lo poco que conoce en realidad de la vida y el entorno, del karma y las especies.

lunes, 12 de julio de 2010

Pobre Raúl

Anoche, mientras ustedes daban saltos de alegría porque un señor bajito y de premeditada alopecia corría hacia una esquina con diez tíos más detrás después de haber encajado un balón en una red, y otros de ustedes leían el Hola, y otros de ustedes disfrutaban de Madrid sin coches, y otros de ustedes hacían solitarios, y otros de ustedes (los menos) veían la serie nueva de La Sexta, y otros de ustedes hacían ganchillo, yo, que me estaba comiendo unas salchichas con mostaza, no pude evitar pensar en Raúl González.

Me lo imaginé en el sofá de su casa, mordiendo un cojín con los ojos inyectados en sangre, con su Mamen del alma preparandole una tila y dandole palmaditas en la espalda, ya pasó, ya pasó. Pobre Raúl. Conviertete en leyenda para esto. Conviertete en lo más grande para que vengan unos mequetrefes por detrás a decirte que tampoco lo eras tanto.
Pobre Raúl, en su sillón orejero de tapicería floral, revisando con ojos vidriosos en el VHS todos los partidos internacionales jugados. Y la memoria, traicionera, interrumpiendo el visionado con el momento en que oficialmente le comunicaron que no iba a ser llamado a filas. Se acabó ser seleccionado. Se acabó lo del Gran Capitán. Es usté un jugador estupendo, pero.
Pero está usté mayor.

Pobre Raúl. Y así se lo pagan. Ni un triste puesto de comentarista le han ofrecido. Debe de ser el único español que no se alegra nada. Bueno, él, y el que me acompaña, que prevé especiales televisivos hasta Navidad. Bueno, él, y yo, que estoy hasta los cojones de las trompetillas y los claxones hasta las 4 de la mañana. Bueno, él, y el pulpo, que ve con preocupación cómo sube la votación de la izquierda, y ha previsto que acabará formando dueto hispánico y en vivo con Aramis.

Entretanto, he decidido que El Día Que Yo Sea Presidenta, formaré y conformaré a mis súbditos para que lo que haga que salgan a la calle y corten la Gran Vía, y la plaza del Obradoiro, y la basílica del Pilar, y el Parque de María Luisa, no sean fútboles, baloncestos ni semejantes, sino la proclamación del vencedor final del Saber y Ganar. ¿Se lo imaginan, a Jordi Hurtado, en lo alto de un autobús con sus tarjetitas, recorriendo España, y las hordas de españoles aclamandolo desde abajo? Eso sí, nada de trompetillas: a lo sumo, repique de triángulos y bandurrias para los más avezados. Y toda España con el corazón en un puño en el último programa de Saber y Ganar. Y por los balcones resonando: "¡¡¡¡¡¡huyyyyyydiooooooossss!!!!!!", ante la confusión del finalista entre el acusativo singular y plural templum-templi.

...Porque lo de salir a la calle por la obtención de un nuevo nobel de medicina, lo veo menos probable.

lunes, 5 de julio de 2010

Locuras

En Madrid, en la calle Martín de los Heros esquina con Marqués de Urquijo, hay un señor de bigote y gabardina que todos los días puntualmente, a eso de las 11:30, sale al balcón de su segundo piso y exclama:
-¡Rojos! ¡Hijos de puta! ¡Socialistas! ¡Rojos!
Y concluye su locución con un definitivo “¡Arriba España!”, tras el cual procede a introducirse de nuevo en los metros útiles de su vivienda.

En mi patio de vecinos, en el bajo, vive una señora que también puntualmente cada mañana o cada tarde o cada noche sale al patio comunal y la emprende a insultos con alguno de los vecinos, o con las propiedades de alguno de los vecinos si no encuentra ninguno disponible (ventanas, tiestos, ropajes tendidos). El otro día me tocó a mí:
-¡Guarra! ¡Cacho guarra! Tiene mi amiga un patio en Móstoles que parece un patio andaluz… y aquí en este vecindario… qué vergüenza… ¡cacho guarra!...
Todo esto me comentaba mientras yo regaba mis macetitas. Ante lo cual, lógicamente, procedí a saludarla con la mano y a sonreirle de oreja a oreja.
-¡¡¡¡¡Y encima saluda, la muy guarrrrrrra!!!!!
Al cabo de unos días, sin embargo, me la encontré en el portal al ir a tirar la basura, y en esa ocasión ya no fui la guarra, sino el receptor ideal al que contarle varias veces seguidas y sin respirar la misma historia, con la mirada un tanto perdida, al respecto de la ropa que llevaba a la iglesia para los niños pobres, mientras me dedicaba sonrisas y afectos cual Padre Abraham a los pitufos.

Es alarmante el número de locos que hay en Madrid. Imagino que será aproximadamente el mismo que exista en otras metrópolis de su mismo tamaño y, sobre todo, características. Hace mucho que lo observo, pero cada día lo contemplo con mayor preocupación. Principalmente, porque veo en mi persona un sujeto muy susceptible de acabar engrosando las filas de los arriba mentados.
Madrid es un lugar propicio para convertirse. Cualquiera con una pizca de sensibilidad vive en Madrid como en un caldo de cultivo. Más aún si la sensibilidad no es una pizca, sino algo que rebose por los oídos.
La prisa, el ruido, la despersonalización inducida, la deshumanización forzada. La falsificación de lo lícito. La insensibilización convertida en hastío, el hastío convertido en norma. No todos sobreviven con sus facultades intactas: la coraza de ocasión viene sin garantía.

Todos los días, por todas partes. El señor Miguel, que a las tres de la tarde pone las marchas militares a todo volumen en el piso de al lado del de mi hermana. El peonza, que baja desde Argüelles hasta Plaza de España girando sobre sí mismo. La señora negra en sus cuarenta y tantos años que pasea lentamente por Bailén con los ojos desencajados. El chico con gafas que se dedica a colocar y recolocar libros de forma compulsiva en la Casa del Libro, como si allí trabajara.

La Tremolina, a carcajada limpia ella sola en un banco de la Plaza de Oriente. Espero que, al menos, tenga un matasuegras en la mano y un paraguas abierto.