Efemérides

1 de febrero: Nace Norman Rockwell (1926)

sábado, 19 de junio de 2010

La vida privada de Dominique Bretodeau

No ha sido obra del tapón de un frasco de perfume que se me haya caído en el baño, ocasionando el desprendimiento de un azulejo y, con ello, el descubrimiento de una caja de latón. No, no se debe a algo tan peregrino. En mi caso, el descubrimiento de la vida privada de Dominique Bretodeau viene ocasionado por la reforma inminente del baño y cocina de mi hogar -y las consecuentes chapuzas adyacentes, en términos de electricidad y fontanería, que afectan a toda la casa.

Llevo unas 3 horas subida al altillo, que es esa cosa que se generaba en las casas antiguas de techos muy altos a lo largo de un pasillo (o varios) cuando, en los setenta, dejaron de hacer falta los techos tan altos y comenzó a hacer falta sitio donde guardar las pertenencias que antiguamente no se tenían. Llevo unas 3 horas subida al altillo, para desalojar esas pertenencias que ahora se tienen, a fin de que los cables de la nueva instalación eléctrica discurran por él.

Todo lo que yo conocía de ese altillo es el radio que alcanza mi brazo desde las puertecillas que dan acceso a él, que es donde he ido acumulando cajas, utensilios que una vez se compraron y que se usaron otra, láminas de parqué y botes de pintura. Pero hoy había que superar los límites del radio y trepar del todo, y una vez dentro, andar a gatas retirando cajas y chismes del todo desconocidos, hasta divisar la pared del fondo.

He encontrado:
una cafetera eléctrica de los años 80
un botellero de madera
la caja vacía de una aspiradora
vasos, jarras y azucareros perfectamente envueltos en su embalaje original, del que parecen no haber salido nunca
bolsas vacías, incluyendo una de Galerías Preciados
un escurridor de vajilla de plástico
y al fondo, muy al fondo, dos cajas de tamaño considerable.

Lo primero que me ha hecho alzar la ceja es que en una de ellas se podía leer, bajo la espesa capa de polvo, "Mantequerías Leonesas", cuya combinación sIntagmática ha aporreado la puerta de algún recóndito recuerdo.
Pesaba un huevo.


Con gran esfuerzo, las he bajado. Las he depositado en el pasillo. Les he retirado el polvo acumulado con un trapo. Las he abierto, esperando encontrar alguna suerte de mantelería regalada por alguna tía abuela desconocida a la boda de mis padres, o algún calefactor de baño del año 76. Tienen ustedes que saber, casualidades de la existencia, que casualmente tenía puesta la banda sonora de Amelie, y casualmente en ese momento sonaba la pista en la que Dominique Bretodeau encuentra y abre la caja de su infancia, metido en la cabina telefónica.

Lo que ante mí ha aparecido al retirar las tapas no tenía nada de mantelería, ni de sacos para enyesado, ni de minipimer de ocasión. Lo que ante mí ha aparecido ha sido la vida privada de JR, que son las iniciales de la que aquí escribe como mami-mami, y parte de su infancia y adolescencia.

Yo sabía que mi madre había tenido mi edad antes de tener la suya. Había visto fotos. Pero nunca me había codeado tan de cerca y sin protocolos con su día a día. Con lo que era suficientemente importante como para salvarlo del tiempo, metiendolo en una caja y dejandolo descansar en el rincón más resguardado posible. Con sus decisiones, con su entretenimiento, con sus nimiedades.
Un innovador monopoli ("SUERTE - Un bombardeo aéreo te ha destruído dos casas"). Unos cartones de bingo de excelente calidad y detalle. Un cuaderno de su etapa en las monjas. Una bolsa de tela con más telas dentro. Una caja de cartón con la palabra "MÍO" escrita en el frontal, conteniendo: una pegatina de una discoteca de Blanes, una pegatina de una discoteca de Alcobendas, figuritas varias. Una caja de plástico transparente con fotos de los años 50, 60 y 70: la boda de mis abuelos, junto a la invitación a la boda; mi tío el futbolista, recibiendo la copa; mi bisabuelo Ramiro, mi bisabuela Doro; el nacimiento de mi tío en el año 57; fotos con las amigas en el año 69... y entre todas las cajas, figuritas e imágenes, Fernandito, de trapo, de rojo y azul, por el que a veces se ha preguntado.

Yo tenía todo eso delante y esperaba que en cualquier momento mi madre, de 8 años, saliera del dormitorio, o entrara por la puerta con 21, y recogiera a Fernandito del suelo, o escondiera entre las hojas de un libro la pegatina de la discoteque Atlantis. Y yo lo iba a ver. Iba a ver cómo ella, efectivamente, antes que su edad, tuvo la mía.




martes, 15 de junio de 2010

Metafísica del polo de chocolate

Hace tres semanas tuve ocasión de degustar una experiencia que creía menos probable que la posibilidad de que la Virgen de Lourdes me hablara por boca de Stalin en el salón de mi casa apareciendo por el pasillo, mientras en la tele sonara Dónde estás, corazón.
Y sin embargo, ocurrió. Por obra y gracia de facebook. Fue hacerme la ficha, y que la cosa empezara a localizar a gente del cole, y a localizarme a mí, a su vez. Y una vez en esas, fue cuestión de días montar una pequeña quedada en la que nos viéramos las caras aquellos que habíamos compartido vida y extrarradio hace más de diez, de quince años, y que llevábamos la misma cantidad de ellos sin saber qué habría ocurrido en el acontecer de los otros.

Sucedió el 22 de mayo. Fuimos apareciendo por goteo en la plaza protagonista de nuestras quedadas de antaño. Allí estaban el guapo que ya no lo era tanto, el feo que también había dejado de serlo, la guapa que lo sería siempre, la que siempre fue muy discreta, el que creía pasar desapercibido y lo seguía creyendo… y yo, entre algunos otros, que ignoro lo que fui a ojos ajenos, y más aún lo que soy.
Y por ahí fuimos de tapeo, y estábamos tomando cañas (leré-lereleee) cuando apareció por la puerta un tipo al que al principio no reconocí, hasta que percibí la voz, proveniente de lo alto de su uno noventa y algo. Y eso que lo estaba esperando (de hope, más que de expect).

Era el Pecas, que siempre aborreció que me dirigiera a él como el Pecas. Pero qué quieren, era lo que yo entendía como mi mejor amigo en la infancia, y en esa época el afecto parece no serlo si uno no bautiza con un mote. Mi mejor amigo de la infancia, que se fue diluyendo con los típicos vaivenes del instituto, que se acabó difuminando con el lógico catálogo de novedades de la universidad. Mi mejor amigo de la infancia, que ni vaivenes ni catálogos me hicieron del todo entender por qué nos acabamos desliendo.

Hola Pecas. Cómo estás. Joder, qué guapetón te has puesto. Quiero secuestrarte cinco minutos, diez, tres horas. Tengo mucho que contarte. Y mucho que escucharte. El recuerdo más nítido que de ti conservo es un polo de chocolate al salir de inglés, y una cuesta arriba hasta el ayuntamiento. Sin embargo, no tienes ni idea de lo mucho que has viajado en forma de asalto a la memoria y a la curiosidad. Has estado conmigo sentado a la mesa en mi casa de Holanda, cuando las malas rachas traen la nostalgia a la cotidianeidad, y el fuero interno repasa las raíces de la memoria con el afán de tener claro los referentes en los que se sustenta uno. Has estado conmigo en muchos lugares del mundo, ocupando una fracción de segundo o alguna que otra hora, por alguna anécdota médica o por unos ojos azules, nunca se sabe. También estuviste conmigo cuando volví a Madrid hace casi dos años, aún tambaleante, y olía alrededor y había ruido y había coches y había sol y me preguntaba si alguna vez me atrevería a entrar en la consulta que al parecer habías montado y decirte: “Hola Pecas, ¿sabes quién soy?, ¡¡vamos a tomarnos un café!!”.
Quiero saber cómo estás, qué ha sido de tu vida, si te gusta, qué te guía, qué te desgasta, si anhelas algo, qué te llena los ojos de lágrimas, qué te llena la boca de risas. Quiero saber cómo fue tu universidad, cómo es ahora tu día a día. Quiero saber a dónde has ido, qué lugares has visto, si tu vida también la mides, como yo, por los paisajes, los nombres y los kilómetros acumulados. O si la mides en grados de tranquilidad. O si la mides en francos suizos.
Quiero decirte que siento mucho lo de tu padre. Pero no quiero decirtelo aquí, delante de todos, como si fuera un mero trámite: yo quiero decirte que siento mucho lo de tu padre. Porque en verdad lo siento y el ceño se frunce al pensarlo como se me frunce siempre que se me alteran la mucosa y el ánimo, así que quiero reservar el tiempo necesario de ese secuestro para decirte que siento mucho lo de tu padre, que en verdad lo siento.
Y quiero también echarme una risa y una sonrisa contigo y preguntarme qué hubiera pasado si no nos hubiéramos perdido la pista en el instituto (si es que nos la perdimos), o si no hubiéramos salido corriendo (si es que corrimos), es decir: qué hubiera pasado, en suma, si tú hubieras puesto en barbecho la curiosidad hacia mi persona esa que –también al parecer- te invadía a los 15 años, si yo hubiera sabido hacer entender bien la reciprocidad a mis 17, y ambas hubieran surgido cuando tenían que hacerlo y a la vez. Y vivir y disfrutar ese universo paralelo durante apenas dos minutos escasos. ¿Hubiera yo vivido dando tumbos transfronterizos, como he vivido? ¿Tendrías tú la consulta en la misma calle en la que vives? ¿Nos hubiera durado la conjunción medio polo de chocolate más, o hubieramos comprado polos a nuestros nietos? Vaya uno a saber. Pero quiero ponerlo sobre la mesa en esos ciento veinte segundos, observarlo como se observa a un cachorrillo, y quedarme a gusto por fin.
Y es por todo esto, Pecas, por lo que quiero secuestrarte, y saldar así esa cuenta pendiente que tengo para conmigo.


Sin embargo, no digo nada. Apenas me aproximo a tu persona. Soy una excelente maestra de ceremonias cuando las cosas no me importan en absoluto, que de forma excelente se repliega sobre sí misma hasta parapetarse detrás del bazo cuando las cosas le remueven los higadillos.

Y el caso es que estás ahí, Pecas, y miras hacia abajo desde las coordenadas de tu uno noventa y algo, y te acompaña una tiarrona que mide uno o dos centímetros más que tú de la que no recordamos el nombre salvo que suena a sueco y a la que, ante tal vicisitud, uno de nosotros ha dado en llamar Olaf, y Olaf te dice que si os vais ya, y estamos rodeados de gente, y tú lo único que me has preguntado en los cuarenta segundos que hemos intercambiado alguna palabra es que qué música escucho, y yo me pregunto si sabes quién soy, si te acuerdas de mí, si también querrías secuestrarme aunque sean cinco minutos, aunque sean cinco horas, o si toda el hambre que tengo de comunicación para contigo desde hace ya tantos años está en realidad inspirada por un fantasma.

Y son las dos de la mañana, y Olaf y tú os marcháis, y yo te veo irte. Y ahora sé menos que nunca si tendría sentido entrar un día en tu consulta y exclamar: ““Hola Pecas, ¿sabes quién soy?, ¡¡vamos a tomarnos un café!!”.



Necesito un día finlandés,
necesito un largo día finlandés,
tan largo como 40 días corrientes.
Quiero un largo día finlandés
para seguir hablando contigo;
tus palabras me ayudan mucho.
Te comenté algo del paraíso
y tú me dijiste, ten cuidado con el paraíso
el infierno puede estar allí.
¿Es posible cambiar de vida?
¿Cuántas veces se puede empezar de cero?
Tú eres mi amiga, te quiero.

El cielo de Finlandia siempre es azul
y en verano el sol parece una naranja,
y la luna lo mismo, otra naranja.
Quiero un largo día finlandés
con dos naranjas en el cielo,
quiero seguir hablando contigo.

(Bernardo Atxaga, Canciones XI -Un largo día finlandés-)