Efemérides

1 de febrero: Nace Norman Rockwell (1926)

jueves, 27 de mayo de 2010

El Imperio Austro-húngaro

Me dice el periódico de hoy que el parlamento húngaro ha aprobado una ley por la que concede la nacionalidad húngara a todos aquellos humanos que puedan (y quieran) demostrar que tienen antepasados húngaros. Esto viene a entenderse para el mínimamente versado como “todos aquellos ciudadanos de los países limítrofes que con el desmoronamiento de Austria-Hungría fueron a parar a estados ajenos” –y algún argentino despistao, si acaso y añado-.
Me imagino a Orbán, el cabeza del partido Fidesz (nacional cristiano) y actual Primer Ministro, brindando con la abogada Krisztina Morvai, una de las más visibles cabezas del Jobbik, 3ª fuerza parlamentaria en la actualidad y que cuenta entre sus seguidores con innovaciones tales como una organización paramilitar, la Guardia Húngara, que luciendo sus cuidados uniformes es garante del orden y el concierto entre la población magiar.
Al parecer, ni esto ni las reiteradas afirmaciones nacionalistas, antisemitas y antitodo deben hacer pensar en ningún tipo de paralelismo con el Partido Nacional Socialista de Hitler, nos indican los políticos pertenecientes a la mentada formación, que se sienten muy insultados cuando Europa los define como "filofascistas".

La Morvai siempre me produjo un escalofrío velloerizante por la médula, muy parecido al que me produce su antónimo, Tzipi Livni, la hasta el pasado año ministra de Asuntos Exteriores de Israel. Es curioso que sea tan factible confundir a las que entre sí se comerían vivas si tuvieran ocasión. Desde el notable parecido en lo que a imagen se refiere, hasta sus soñadoras ideas de un imperio en el que no se ponga el sol para sus pueblos, tan venidos a menos, por otra parte.

Pero volvamos al tema que nos ocupa: la Gran Hungría soñada por el actual régimen del país. Hm. Parece ser que la nacionalidad no va a dar derecho a cobrar pensiones ni ningún tipo de prestaciones diversas, ni otorgará el derecho al voto. “Pues vaya mierda de nacionalidad”, dejan caer algunos lectores comentaristas en el diario, “que me expliquen para qué sirve”.

Pues veamos. Más allá de la posibilidad o no de que Hungría en el futuro pretenda revisar el contorno de las fronteras en base al principio étnico de autodeterminación de los pueblos, lo cual puede suceder o no, con un resultado favorable o no, y más allá de que también sirva –aunque sobre esto no estoy muy versada- para repartir fondos y votos (los fondos, porque entiendo que en la UE uno de los puntos de corte es la tasa de población nacional de un país; los votos, porque en la sempiterna pendiente reforma que poco a poco va tomando forma, una de las opciones que se baraja es que los votos de los europeos cuenten más o cuenten menos por un país según el número de nacionales con los que cuente), decía, más allá todos esos posibles o no, probables o no, el asunto sirve para algo mucho más inmediato que no es cuestión baladí, maifrén.
Sirve para obtener un pasaporte UE, que no es moco de pavo.
Que se lo pregunten a los macedonios, que desde que Bulgaria entró en la Unión Europea, un alto porcentaje de su población se acordó de golpe de sus familiares transfronterizos y empezó a mover papeles.

Qué harían ustedes, amigos tremolinos, si fueran serbios de la Vojvodina, y, como serbios que son, les hicieran falta los mil y un visados para poder visitar Torremolinos en sus vacaciones (o Copenhague, o París). La Vojvodina, donde incluso todavía se habla húngaro aunque nunca haya mostrado oficiales deseos de independencia, ni siquiera durante los 90 en que tanto se estilaba en la antigua Yugoslavia. Pues ustedes, lógicamente, harían por agenciarse un pasaporte UE. Ya sea para visitar Torremolinos en julio, o para trabajar en Luxemburgo todo el año (por ejemplo). Y qué decir de los ucranianos, a los que también toca la medida, que entre el Guerra y Paz continuo que se tienen montado entre ellos mismos, menudo relajo debe de dar eso de ser ciudadano de la UE. Vamos, yo, desde luego, serbia, macedonia o ucraniana susceptible de agarrarme a la medida, lo tendría claro.







Krisztina Morvai




Tzipi Livni

lunes, 24 de mayo de 2010

J'accuse

Vodafone me invita (y me incita) a cambiar de móvil cada año. Dice que, si no, no soy moderno. Dice que, si no, no soy apto para la sociedad en la que vivimos. En resumen dice que, si no, yo a dónde voy, piltrafilla. Porque encima me lo dan gratis. ¡Gratis! El que no tiene un móvil nuevo cada año, y encima gratis, es que definitivamente debe de ser imbécil.

Siempre me he preguntado qué es lo que mueve a las masas a cambiar el móvil cada dos por tres, si el anterior que tenían funcionaba. “Es que estaba muy antiguo”, me suelen dar como respuesta. He concluido que, en la mayoría de los casos, eso quiere decir que había algún politono que no le entraba, algún juego con el que no era compatible, o que quizá le faltaba la función raíz cúbica. Y así, veo acumular teléfonos móviles en los cajones, en los contenedores, en las basuras. No en las conciencias.

Me cuesta mucho creer, aunque me esfuerce, que todos hemos desarrollado la necesidad inesquivable de comprarnos un blue-ray si tenemos el dvd que adquirimos hace un año. Me cuesta mucho creer que la masa, de la nada, haya siquiera desarrollado la capacidad de percepción sutil necesaria para aprehender las diferencias en la calidad de imagen, de sonido, de proceso técnico. Es a mi juicio imposible contar de forma fehaciente con tal grado de sibaritismo cuando uno no es siquiera capaz de distinguir un tenor de un barítono (ya ven que he puesto un ejemplo bien sencillo). Pero más allá del absurdo descrito, lo que verdaderamente me sorprende hasta la extenuación al respecto de que las masas cambien el móvil cada dos por tres es su capacidad para asimilar, de una forma tan proactiva, la incomodidad. Lo que comúnmente denominaríamos el coñazo. El coñazo que supone aprender cómo funcionan las cosas en el nuevo teléfono, introducirle todos los datos que teníamos en el anterior, y etc etc. Y esto, cada año. Me maravilla.

Lo dicho: nunca lo he entendido. Nunca lo he asimilado. Nunca lo he comprendido, cómo alguien puede proactivamente exponerse de buen grado a tal vilipendio. Simplemente, me maravilla.

Lo que me indigna, me insulta y me anima a inscribirme en Sendero Luminoso es que Vodafone me incite a cambiar de móvil cada año, so pena de excomunión. Que de forma tan masiva solivianten a la población, que no necesita ser soliviantada, para que se apunten a tan excelente promoción. Que promuevan con tanto descaro el absurdo de nuestra civilización, que para cambiar de móvil cada año, por el capricho de que sea azul celeste y yo pueda posicionarme en sociedad, obvie hasta el paroxismo de dónde procede un móvil. Y encima, gratis.

Un móvil procede de las guerras del coltán. De ese nuevo petróleo que ha nacido en una época en que ya sabemos hasta dónde se llega por petróleo. Proviene de un Congo extenuado. Proviene de unos chinos a destajo, y de un tajo cada vez más chino. Proviene de un nuevo expolio. Proviene del cinismo elevado a ciencia, proviene de la ausencia de uno mismo.

Por eso, yo no le perdono a Vodafone esa campaña. Y lo acuso.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Mi vida de impedida de los cojones, tomo II: La Dieta

No sé cómo suavizar el hecho, así que descerrajaré el tiro a bocajarro.
Estoy a régimen.
Yo.
YO.

Quién nos iba a decir, a mí y a los 43 kilos con los que volví de Holanda, que algún día (¡y no tan lejano!) iba a estar a dieta. A mí. ¡A mí! A mí, que me atiborraba de todo lo visible y lo invisible con el afán de ganar ser humano, es decir, presencia. A mí, que cuando salía con mi hermana 7 años menor, el equipo de alevines del Coslada que se arrimaba a ligar con nosotras pensaban que la mayor era ella. A mí, que me pasé la vida preguntándome cómo sería eso de tener tetas y cuerpo, en general. A mí.

Y es que les he mentido. La descripción esa de la izquierda donde dice “delgada como ella sola, cegata como sólo también ella” no ha sido actualizada nunca desde los inicios de este blog. Y así ha resultado que mi cuerpo, a los 28 años de edad, comenzó por fin a salir de la eterna adolescencia en la que dormitaba y empezó a ser mujer. Experimenté por fin el cambio que había observado en mis compañeras de instituto. Y empecé a echar tetas, muslos y caderas cómo sólo yo sabía hacerlo. “Eso es que te estás preparando para ser madre”, decía El que me acompaña, compungido, con notable y comprensible temor en el rostro. Y así es que en un año y medio me he plantado en 59 kilos. Repartan 15 de ellos entre teta, muslo y cadera, y tendrán el resultado. Un 8 andante.

Esto no hubiera trascendido de no ser por las putas rodillas.
Entre las diversas indicaciones, me recomendó el señor médico que no cogiera peso. Yo lo entendí como que, a partir de la presente, El que me acompaña cargara él solito con la compra, la ropa de la lavadora y la reorganización del salón que en ese momento se me estaba ocurriendo hacer. “Que procure no engordar”, me aclaró, observando el aura anirvanado que me asomaba por las orejas y ensombreciendolo así.

Yo concluí que “procure no engordar” encierra un “intente adelgazar un poco” implícito. Así que, como yo no sabía cómo funciona eso, fui a mi médico de toa la vida.
-¿Cuánto mides?
-Hmmm… 1,66 o 1,67 o así
-¿Y cuánto pesas?
-Pues no lo sé
-¿No lo sabes?
-No. Debe de ser un poco bastante. Porque hace dos veranos que la ropa de siempre no me cabe.
-Eso no me indica la necesaria exactitud. Vamos a pesarte.
-Vale
-Subete aquí.
-(me subo)
-59,600
-Hostiascruz.
-Hm. No estás gorda para tu ser. Pero te conviene adelgazar un poco, por las rodillas. Veamos. Te voy a poner una dieta de stöckgomch udulküren, menert groma gredabolp, irgien moblafeer, erget frudenster. ¿Vale?
-Vale

Me da una hoja con dibujitos de peces, manzanas y panes. “20 gramos de queso”. “150 gramos de pollo”. “200 mililitros de leche desnatada”. “30 gramos de arroz”. “3.528 piezas de fruta”.
Mierda, aquí no salen los udulküren por ningún lado. Espero que no fuera importante, porque sólo he entendido “kilocaloría”, que tampoco sé lo que es, pero por su fonética vascuence al menos identifico el vocablo.
Bueno, yo voy a hacer lo que pone aquí, y que sea lo que dios quiera...

Y así es como llevo una semana en contacto con el lado oscuro y en comunión con mi sexo: siguiendo las directrices de la sacrosanta logia de La Dieta y abrigando en mi interior la santísima trinidad: el pollo, la pera y la berenjena. Y mis impresiones al respecto, qué quieren que les diga: que es una puta mierda. Yo no estoy hecha para comer berzas. Yo soy de buen yantar. Yo soy de que me salga el cocido de mi semisuegra por la orejas, con toda su consistencia castellana. Así que no sé si esto compensa. Y además, lleva a la plena introspección, a la continua reflexión, y a la consiguiente pérdida de lozanía, todo el día acompañado de la duda: “¿cuánto pesará esta tajadilla de bacalao?”, “¿podré añadirle una cucharada más de arroz?”, “¿esto de la dieta es pa un rato o es pa toa la vida?”, “¿qué va a ser de mi intención de probar todos y cada uno de los restaurantes de Madrí –y el extranjero-?”.
No, no, no y no: esto no es vida y ya me podré poner como la Schiffer, que no lo compensa. Yo en cuanto pierda unos kilines de ná vuelvo a mi cochinillo asado.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Mi vida de impedida de los cojones -tomo I

Buenas,

Han ido pasando los días y no quisiera privarles de estas las primeras impresiones de mi realidad contemporánea del momento presente. Sé que se preguntan por mi acontecer diario y yo, que como ya sabemos, me debo a ustedes, no puedo dejarles con la incertidumbre a flor de piel.

Permítanme en primer lugar que les hable de La Otra Dimensión de Madrí, mi ciudá, que gracias a las recientes circunstancias he tenido ocasión de conocer.
Madrí, y agárrense a la silla por este mi descubrimiento, es una intersección del espacio-tiempo en la que cohabitan dos dimensiones.
Como lo leen.
Aparte del Madrí que todos conocemos, el de 45 rpm, existe un Madrí paralelo en el que todo funciona a 33 rpm. Es el Madrí de los funcionarios de bajo standing y el de los viejos -y el de los cojos novatos, por supuesto-. A este Madrí, ahora bien, sólo puede accederse y por consiguiente experimentarse entrando a formar parte del selecto club de los ya mentados.
Demostración empírica: mis patas y yo hemos empezado a desplazarnos a escasa velocidad. Qué remedio. Primero un pie, luego el otro. Ligero movimiento ascendente de cadera entre medias, bachata urbana. La primera vez que una sale a la calle consciente de aquestas circunstancias y se pega a las fachadas mientras se santigua, esperando el momento de ser arrollado por cualquier viandante que antes era yo, no da crédito al comprobar con sorpresa que los urbanitas acelerados lo esquivan. Como las ovejas al meterse uno entre ellas. Y sobrevive. Así pues, uno va desarrollando los desplazamientos con mayor confianza.
Como a este ritmo el suelo y los escaparates en seguida se quedan pequeños, uno acaba por mirar al cielo. Y ustedes no se lo van a creer, pero resulta que Madrí tiene cornisas y balcones y hasta jardines azoteicos. Inverosímil.

Con la confianza que se desarrolla una vez alcanzado este punto, las feromonas realizan la función que tienen predestinada en esta otra Dimensión. Llegan al olfato de sus naturales destinatarios: los viejos del distrito.

Los viejos del distrito te tantean, para ver si eres de confianza o un infiltrado de La Dimensión Visible. Para saber si deben hacerte partícipe de los secretos mejor guardados de su dimensión, o si, por contra, supones una amenaza.
-Qué. ¿La rodilla?. Un octogenario aparece de la nada a mi vera. Acompasa su bachata con la mía.
-Sí. Las rótulas.
-Ya.
Silencio. Tres pasos más. Es decir, un metro. Es decir, dos minutos. Me observa, entretanto, valorando mi involuntaria candidatura.
-Aquí a la derecha, la primera bocacalle, y dos manzanas a la izquierda, hay una plazuela con bastantes bancos orientada al sur.
-¡¡(ojos como platos)!! ¡Muchas gracias!
-De nada. Adiós.
El octogenario se marcha. No doy crédito. ¡Una plaza con bancos! ¡Y al sol! ¡En este Madrí cada vez más carente de bancos y fuentes!

En otro orden de cosas, mis compañeros del trabajo, que se preocupan por mí y no quieren que me sienta discriminada o ajena, me han puesto mote. Soy la Robocop. Lo cual les agradezco. El riesgo de acabar siendo la Cruzaíta era mucho.
Asmismo, mi jefe interruptus, que es un buen hombre, me ha permitido trabajar desde casa cuando las rodillas están especialmente porculeras porque el día anterior les haya tocado merengue en lugar de bachata, como hoy, que tras la visita de ayer al médico y el consiguiente hurgamiento, me están diciendo que qué pasa. Que de qué voy. Que si quiero guerra, la voy a tener.
Pues la tendremos.
Muah-ja-já!

Y qué más les cuento. Que he cambiado el testamento, para que, llegado el caso, se venda mi cuerpo a la industria química y mis deudos aún puedan rapiñar algo. Considerando que ahora mismo son 4 medicamentos constantes + x eventuales los que tomo, pa mí que si me destilan acabo dando ganancia.

Estoy pensando que igual tengo cámaras instaladas en casa y es por eso que los Señores de La Otra Dimensión saben que soy una de ellos y, por ende, de confianza. Aunque aún no use pastillero.

sábado, 1 de mayo de 2010

Nunca vas a ser más joven

La primera vez que mi rodilla me hizo notar su existencia en el organismo, yo me encontraba desalojando la lavadora de sábanas ya lavadas. Concretamente, la rodilla derecha. Concretamente, una bajera color crema. Era agosto de 2008.
Desde entonces, poquito a poquito, fueron haciendose con el poder a base de golpes de estado. La izquierda no tardó en secundar a la derecha, y en hacerse fuertes. Ahora evitamos que se ponga de cuclillas, ahora impedimos que se ponga de rodillas, ahora que se joda y le duela si se sienta en el suelo.
Yo, qué remedio, acepté las cláusulas que imponía el dictador. Nada de sentarse como los indios, y todos los días mi pastilita de condrosan (o condrosulf, según el recetador de turno). Y así fue pasando el tiempo. Ellas contentas con su condroequis y con que las respetara en sus condiciones, y yo con mi vida de viajante y currante.

Hasta que hace 20 días aproximadamente, empezaron a reclamar mucha más atención. Como yo no sabía a qué se referían, hice lo posible por flexionarlas aún menos. Pero no les bastó. Su furia fue in crescendo, hasta que hace 10 días decidieron que no andara más, so pena de dejarme tirada en la mismísima acera. Tampoco me dejaron planchar, por lo que descubrí que se negaban a, simplemente, estar de pie. Malamente llegaban al baño, ayudadas por el bastón heredado de mi abuelo y que ahora descansaba en la mesilla de noche.
Para entonces yo ya las había vuelto a llevar al médico. A uno distinto, de esos que se pagan aparte, a fin de que quizá por fin me obsequiara con el sacrosanto salvoconducto que da acceso a las máquinas de resonancia y que siempre antes me había sido negado en la seguridad social, esa pobre enferma terminal que no sabe si esperar el elixir mágico o pedir ya la eutanasia.

Efectivamente. Para cuando dejé de andar, yo ya tenía en mi poder el santo grial: una resonancia magnética con aderezo de radiografías estándar. Dos días después, volvía a tener cita con el médico. A fin de poder acudir a ella -y de no saltar por la ventana-, decidí también ponerme de antiinflamatorios ("digo yo que algo harán"); cosa poco habitual en mí, por lo demás, eso de automedicarme sin diagnóstico previo. Lo que hace la desesperación. Está visto que uno es susceptible de cualquier cosa en según qué circunstancias.

La primera vez que fui a ver al facultativo, y le pregunté si estas molestias que notaba se iban a estancar o iban a ir a más, el médico me contestó: "nunca vas a ser más joven" (a lo que Sacau, por cierto, apuntó: "seis años de carrera, cuatro de MIR, para que todo lo que tengas que decir sea eso"). Eso fue antes de que las molestias de las rodillas se convirtieran en dolor y desde luego mucho antes de su huelga de transporte.
Esta vez, el médico miró las radiografías. Miró las resonancias. Intenté explicarle que hacía dos días que no podía andar, pero no me dejó. Porque mi médico de los que se pagan es también de los que sólo habla él.

"Es una lástima que sea tan joven" fue la frase que más repitió. Es una lástima que esto le haya ocurrido siendo tan joven. Es una lástima que sea tan joven. Porque no se puede hacer nada. Y si esto le ocurre con sesenta años, pues es una pena, pero con treinta... es una lástima. Pero bueno, quizá tenga suerte, y hasta dentro de dos o tres años esto no derive en artrosis severa.

El rato que estuve allí (que tampoco fue mucho, se ve que quería despacharme pronto), lo empleó para principalmente darme a entender que lo mejor que podía hacer era quedarme sentada esperando a, en otras palabras, no poder mover las piernas, dentro de X. Porque el médico rehabilitador no va a conseguir nada porque nunca se esmeran, y etcétera etcétera. Es una lástima que sea usted tan joven.

De forma imperceptible, aguanté estoicamente el veredicto hasta las 22:38, en que, tras haber ingerido el yogur, de repente y por la espalda me brotó de los ojos un niágara pocas veces antes visto. Un niágara de los que requieren bocanadas desesperadas de aire, porque es tal la corriente que el pez que vive dentro se ahoga.
Pensar qué les he hecho. Y por qué así, sin avisar. Sin advertirme, para ir haciendome a la idea. Para haberme reorientado los planes y haberlos ido sacando de a poquitos del archivo de aspiraciones tangibles. Ir el sábado al mercado, volverme a Alemania, ahorrar para comprarme un piso en los Austrias. Viajar. Con la mochila al hombro, como siempre.
Y un concierto es una osadía. Desplazarse al dormitorio, un lujo. Y por supuesto, reflexionando muy bien antes sobre lo que necesitas llevarte contigo, no sea que tengas que volver al salón. Cada paso se convierte en un heroísmo.

Tales pensamientos me centrifugan en la cabeza mientras abro las branquias de par en par con desesperación y El que me acompaña me abraza, acurrucado en mi silla. Nadie nos había hablado de esto.
Más tarde, por puro cansancio, me duermo. Al día siguiente, los antiinflamamtorios han hecho algo más de efecto y parece que puedo defenderme un poco mejor.

Y poco a poco, decido que puede que no tenga que quedarme sentada esperando el Armagedón. Que puede que pueda tirar un poco de inconformismo, mínimamente. Lo suficiente como para ver a otros médicos. Lo suficiente como para no tirar por la borda los Mostenses, Berlín, Lanzarote y Felipe II.

Han pasado ya unos cuantos días y puedo, mal que bien, desplazarme. He ido conociendo casos de rodillas en peor situación que las mías cuyos dueños suben y bajan y entran y salen y van y vienen como pepe por su casa. Así que el niágara no ha vuelto. Eso sí: los antiinflamatorios se han cobrado mi intestino como precio, y me han regalado una hermosa colitis que dura ya un par de días. Tiene gracia: ahora que puedo mover las piernas, es una diarrea lo que me provoca el arresto domiciliario.

A la sazón, y en cualquier caso, advierto a los lectores de hace dos crónicas que ya me estén preparando el homenaje de era tan bueno que no se aceleren: aún me queda mucha hijoputez por delante. Porque lo peor que puede pasarme, está claro, es quedarme en una silla de ruedas. Y si eso fuera así, que dios os pille confesados, porque me veo despachando dos o tres tremolinas por hora.